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Paquira Calvo ex guerrillera: "Nuestra lucha no fue en vano"

Hace 52 años –27 de septiembre de 1971– un grupo guerrillero de esa época llevó a cabo el primer secuestro político en la Ciudad de México. El Frente Urbano Zapatista (FUZ) fue un grupo armado muy pequeño. Francisca Calvo Zapata lideró el comando que ejecutó esa acción. Tenía entonces 31 años. Hoy, a sus 83, Paquita, como todo mundo la llama, está dispuesta a narrar y explayarse en el relato de aquellos años de rebelión, ideales, plomo, cárcel, tortura y derrotas.


Para empezar, asegura, ella no era la líder: “No había mandos, los cinco o seis del FUZ éramos iguales. Casi todas éramos mujeres: Margarita Muñoz, Lourdes Uranga, María Elena Dávalos y Lourdes Treviño Quiñones. Fuimos el brazo urbano de la guerrilla rural Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) y nuestro comandante en jefe fue Genaro Vázquez Rojas”. Los libros y textos que se refieren a esa etapa de la historia subrayan su papel de líder dentro del FUZ.


El grupo duró menos de tres años y sólo ejecutó dos acciones armadas, pero de alto impacto, sobre todo por haber sido pionero del accionar guerrillero en la capital, en momentos en los que el Ejército negaba rotundamente la presencia de la insurgencia en el entonces Distrito Federal. Todos sus militantes fueron capturados y torturados en el Campo Militar cinco meses después; a todos les costó una sentencia de 30 años de cárcel. Cumplieron siete. Al salir de prisión, amnistiados, encontraron que el escenario de la lucha armada estaba devastado, sin perspectiva de futuro.


A pesar de todo, Paquita –cabellos grises, medias de lana para conjurar el frío, sin la dentadura completa y un rostro que no traiciona los rasgos de travesura infantil que se veían en sus fotos de juventud– no es una mujer derrotada. Ni de lejos.


–¿Derrotada? En lo más mínimo. Nuestra lucha no fue en vano. Un error histórico, quizá. Un error necesario. Lo que hicimos había que hacerlo. Porque las masacres de Tlatelolco y Jueves de Corpus no podían quedar impunes, con esas plazas, esas calles llenas de jóvenes asesinados. Eso no.


Medio siglo después, la clase política –incluidas las fuerzas progresistas– prefieren omitir el periodo de la lucha armada en el país. Hay poca información, cero debate, desmemoria.


–Sí. Se les olvida, como que les entra amnesia.


La memoria, cuestión de justicia


–¿Para ti qué representa esta pérdida de la memoria; qué implica el hecho de que las nuevas generaciones no tengan ni idea de que hubo lucha armada, que hubo guerrilla rural y urbana, contrainsurgencia, terrorismo de Estado, guerra sucia?


–La importancia de la memoria es una cuestión de justicia. De justicia con nosotros, de lo que nosotros aportamos. Una o dos veces el presidente Andrés Manuel López Obrador lo ha reconocido: que nosotros pusimos nuestro granito de arena para lograr este sistema democrático que tenemos ahora y que pone al pueblo en primer lugar. Entonces, mi conclusión es que nuestro fin último ya se logró. Afortunadamente yo viví para verlo y eso me trae una enorme satisfacción.


Pero su opción por la vía armada tuvo un alto costo para ella y su familia, en particular la separación de su hijo Tomás Pliego, a quien dejó cuando era muy pequeño bajo el cuidado de la abuela y con quien no volvió a vivir bajo el mismo techo sino hasta hace apenas tres años, ya con dos nietas. Después de algunos desajustes familiares, Tomás terminó con una amorosa familia en Cuba, donde se crió. Sobre su compañero de entonces, Julio Pliego, el documentalista que recogió en cámara buena parte de las luchas populares del siglo XX (huelgas, marchas, mítines, asambleas) y que falleció hace 15 años, asegura Paquita: “Él no fue machista, apoyó mi decisión, aunque no estaba de acuerdo conmigo”.


Paquita Calvo, con su leyenda a cuestas, siempre rehuyó las presentaciones públicas y las entrevistas, excepto las muy pocas que concedió en la cárcel o al poco tiempo de ser liberada: a Vicente Leñero, a Carlos Ortiz Tejeda y a Elena Poniatowska. Ha sido crítica y autocrítica de la experiencia guerrillera, pero reivindica sus aportaciones.


De la montaña a la capital


–¿Qué hizo el FUZ?


–Sólo dos acciones armadas, el asalto a la sucursal del Banco Nacional de México en la colonia Del Valle y el secuestro del funcionario y empresario Julio Hirschfeld Almada. Nuestro objetivo era conseguir recursos –dinero y armas– para la guerrilla de Genaro Vázquez. Pero esas dos acciones tuvieron mucha repercusión porque fueron las primeras acciones de guerrilla urbana, y en la capital. Aunque después hubo mucho más, en ese momento, 1971, 1972, nadie se esperaba que los levantamientos armados, que se fueron extendiendo de las montañas de Chihuahua hacia el sur, llegaran al Distrito Federal.


–¿Cómo se da ese viraje, de un movimiento que se conocía principalmente rural, a las ciudades?


–Nuestra tarea era procurarle apoyo a la guerrilla rural. En el caso del FUZ, apoyar al maestro Genaro Vázquez Rojas y a la ACNR en la Costa Chica de Guerrero. Procurar armas, dinero y cuadros entrenados. Estábamos claros de que nosotros éramos secundarios, un brazo armado urbano, pero lo fundamental era la guerrilla rural y nuestro comandante en jefe era Genaro. Ninguno de esos cuadros había tenido experiencia armada anterior.


–La mayor parte de las organizaciones político-militares explican su razón de ser alegando que no tuvieron otra opción, que todos los caminos para la participación democrática estaban cerrados.


–Y ése fue exactamente nuestro caso. Ese cierre de canales para la lucha democrática se materializa justamente en Tlatelolco. O sea, ya no puedes ni siquiera protestar porque te matan. Hay represión, cárcel, matanza.


Ese 2 de octubre de 1968, Paquita, estudiante de la Facultad de Derecho y madre muy joven, se aprestaba para ir a la manifestación estudiantil con su pequeño, de dos años, pero su esposo, Julio Prieto, no se lo permitió. “Afortunadamente”, concede ella.


No pasó mucho tiempo antes de que le llegara una invitación de uno de sus compañeros de la Facultad de Derecho, de la UNAM, para pasar a la vida clandestina, a la rebelión. “Y yo acepté porque estaba muy decidida a hacer algo”.


Tenía 31 años cuando le comunicó a su esposo que iba a pasar a la clandestinidad. “Lo invité a que también se levantara en armas, pero Julio no estaba convencido. Me dijo: adelante. Mandamos a Tomás con mi mamá, que también fue muy comprensiva, y yo me fui, me integré y nos fuimos a un departamento seguro, por Copilco, creo”.


Sin marcha atrás

–Como mamá, ¿cómo fue dar ese paso?


–Durísimo. La primera noche fue la peor. Sentí un vacío enorme, un hueco dentro de mí y pensé en mi hijo. “Lo dejé”, me decía. Pero en ningún momento pensé en dar marcha atrás.


–Supongo que la lucha armada y la vida clandestina en una ciudad requieren estrategias muy diferentes a la montaña, los enfrentamientos son distintos, quizá más directos…


–En la montaña tienes distancias más grandes, lugares donde esconderte, desplazarte. En la ciudad tienes muchas más posibilidades de un enfrentamiento o una detención repentina. Aquí estás como en una ratonera, en cualquier momento puedes ser detectado.


“Por ejemplo, cuando asaltamos la sucursal del Banco Nacional de México en la colonia Del Valle cada segundo lo vivimos con el temor de que sonara la alarma, que llegara la patrulla. Ese miedo aquí, sobre nuestras cabezas. Frente a ese banco había una cafetería y ahí nos íbamos a sentar todo el día, desde que abrían, a vigilar: cuándo llegaban las camionetas con el dinero, cuántas patrullas, cuántos policías, sus rutas y sus horarios. Armamos el plan. Así fue el asalto. Nos salvamos por un pelito. Cuando nos retirábamos, a cinco o seis cuadras nos cruzamos con tres patrullas que iban al banco con las sirenas encendidas. Si hubieran llegado un minuto antes hubiera habido un enfrentamiento. Éramos los dos hermanos Lorence, Francisco Uranga, Margarita y yo.”



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